jueves, 29 de septiembre de 2011

Cuento tres - El MP

Habiéndose realizado la diligencia en comento, el Licenciado Miguel Vidriera aventó el expediente sobre su escritorio y le espetó a la secretaria: "Maguito, allí le encargo, ya no puedo más, me voy a casa".


Miguel no iba a su casa. No podía más, no por las exigencias del trabajo, sino porque le pesaba en su conciencia la triple infidelidad que se propinaba a sí mismo y a sus mujeres.

Salió de la Agencia del Ministerio Público casi corriendo, sin despedirse de nadie. Afuera llovía ligeramente y todavía asomaba un poco la claridad entre las nubes grises que se percibían entre las torres del Paseo de la Reforma. Caminó tres calles hasta llegar al estacionamiento y sacó su miniauto.


Goteando en el interior del auto, Miguel se sacudió las gotas con un trozo de servilleta sucia y la olfateó, percibiendo un acre olor a grasa. Con desagrado la hizo bola y la aventó al espacio entre los asientos traseros de su auto. Por debajo del olor a grasa, percibió el perfume de Angie. Dulzón y corriente, copia barata de un famoso perfume de marca. La deseó en ese momento, pero seguramente no tendría tiempo para hacer el amor con él.

Sin importarle lo más mínimo, la llamó. Sonó cuatro o cinco veces y la consabida cantaleta "buzón telcel....". Colgó. Titubeó entre volver a marcar o mandarla a la chingada.


Siguió manejando hacia su casa. En el camino recibió mensajes y llamadas tanto de Karen como de Lilia. Aunque ambas le causaron un ligero placer, la llamada de Angie es la que él deseaba. Para Karen y para Lilia sólo tenía esporádicos pensamientos. Una era la "noviecita santa" y la otra era la "exitosa profesionista". No le importaban. Sólo quería a Angie.

Pero Angie no lo quería a él. Sólo estaba con él por soledad o por su dinero, que -dicho sea de paso- no era mucho. Le marcó de nuevo. Esta vez el "buzón telcel" obtuvo como respuesta una mentada de madre de Miguel.

El Licenciado Vidriera gustaba mucho de las mujeres entradas en carnes; blandas, blancas o morenas, altas o bajas no importaba; de carácter difícil se las buscaba; aunque durante el enamoramiento se presentaran dulces y ansiosas, pronto se convertían en mujeres frígidas, insaciables de dinero y escatimadoras de afecto y de tiempo. No fallaba nunca la receta.

Eso le había sucedido con Angie hace casi un año cuando se conocieron. Tuvo el atrevimiento de dejar todo para irse con ella. Enfrentó lo inafrontable de una manera tosca, brusca e impulsiva. No permitió que nada se le interpusiera. A sus 47 años pensó que era lo mejor que le había pasado. Angie es linda. Tiene unos hermosos ojos negros y un par de tetas de campeonato. Su bello cabello negro resalta sobre su blanca piel. Pero eso no era todo. Al principio Angie lo buscó mucho, lo procuró, lo conquistó y cuando tuvo a Miguel bajo su dominio absoluto, lo convirtió en su sirviente. El problema es que Miguel lo permitió, buscaba pagar un karma indefendible poniendo el cilicio en las manos de Angie y suplicándole que lo martirizara. A su mente acudió el fetiche del masoquista.

Diestramente cambió de carril en el periférico ante el embate de una camioneta de modelo reciente que -sin anuncio previo- se interpuso en su camino. Se comenzaba a hacer de noche y la visibilidad disminuía.

Al hacerlo se dio cuenta de que requería poner gasolina. Rápidamente revisó las opciones. Tenía cien pesos y tenía que comprar algo para cenar. No tenía nada en casa y una de dos: o echaba gasolina o cenaba. Mal plan. Decidió pasar al cajero automático en la misma gasolinería.

Llegó y se bajó sin cerrar la puerta del auto. Entró al cajero y pidió quinientos pesos. Al tomarlos de la ranura, sintió un brazo tomándolo y al voltear, observó a dos tipos encañonándolo con una 38 especial. Sintió un frío recorrerle la espalda y con el mayor temple les dijo: "¿qué quieren, hijos de la chingada?".

Le arrebataron el dinero y la tarjeta (sin darle tiempo a nada), más que de sumergirse por última vez en las cálidas carnes de Angie mientras la vida se le escapaba por un agujero que la 38 especial le dejaba justo en el ventrículo izquierdo de su corazón lleno de colesterol.
Gracias a J. Ochoa por su colaboración.
 
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