domingo, 8 de marzo de 2009

Nuestra propia frontera sur

Una vez terminada de leer con detalle la extraordinaria colección “México y sus fronteras”, editado por la Secretaría de Relaciones Exteriores (primera edición, 2006), con la colaboración de importantes historiadores e investigadores de lo social; me llama una reflexión que deseo compartir con ustedes. 

Antes que nada debo explicar de qué consiste la colección. Se trata (hasta donde sé) de tres libros que relatan la conformación de las fronteras de México a través de los distintos períodos de la historia. Uno de los tomos se denomina “Espacios diversos, historia en común. México, Guatemala y Belice: La construcción de una frontera”; uno más se intitula “Un mar de encuentros y confrontaciones. El Golfo-Caribe en la historia nacional” y el más amplio en información es “El lindero que definió a la Nación” sobre la frontera México-Estados Unidos. 

Estos tres libros han ocupado horas apreciables de mi tiempo. Quiero comentar un detalle importante que se me escapaba hasta antes de su lectura: 

Así como los Estados Unidos se llevaron mediante la fuerza, la diplomacia o la astucia millones de kilómetros cuadrados de México, nosotros mediante técnicas muy similares, tomamos de Guatemala, mediante la firma del Tratado de Límites del 27 de septiembre de 1882, un total de 27,949 kilómetros cuadrados, que equivale a un poco más del 25 % de la extensión actual de dicho país.

Reflexión: Todo es relativo. Un enfoque chovinista nos hace odiar a los Estados Unidos por apropiarse de una gran parte de nuestro territorio, pero olvidamos el hecho de la frontera sur. Si bien es cierto que los casos no son comparables por su naturaleza histórica, el hecho quedó igualmente grabado en la memoria de nuestros vecinos guatemaltecos. Hace unos años, tuve la ocasión de vivir en Seoul, capital de Corea del Sur, durante algunos meses, en los que departí con un grupo de más de veinte latinoamericanos. Escuché un comentario burlesco de un compañero centroamericano, refiriéndose sarcásticamente del “big brother” mexicano.

Lo importante de ésta enseñanza se resume en la coloquial frase “vemos la paja en el ojo ajeno pero no vemos la viga en el propio”, lo cual nos sucede a todos; situándonos en un referencial que nos aleja de la visión del prójimo. Así, cuando nos quejamos por el tráfico; no nos ponemos a reflexionar sobre lo mal que lo pasan los vecinos que viajan por el anaranjado transporte hacinados y cansados, más que los que viajamos en auto.

Nos quejamos de lo cara que está la vida al salir del supermercado y pagar una cuenta de ochocientos pesos, sin reparar en que según una estadística que escuché en la radio hace unos días, sólo un 10 % de la población mexicana tiene ingresos suficientes para llenar el refrigerador.

No pretendo sonar conformista en medio de una crisis, sino invitar a los lectores a una reflexión de carácter profundamente humanístico, que nos hace demasiada falta en los momentos en los que vivimos de emergencia económica y de seguridad.

Es muy importante que volvamos a transmitir civilidad a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros compañeros de escuela, de trabajo. Es importante notar cómo aumentan los pequeños diferendos entre conciudadanos provocados por la desesperación, por la necesidad latente de desquitarnos de la inmensa frustración en que se ha convertido nuestra vida cotidiana.

Veamos la viga en nuestro ojo y pidamos a los nuestros que nos la enseñen y aprendamos a cargarla. La situación me recuerda a la novela “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago. Los mexicanos nos estamos quedando ciegos y la ceguera es contagiosa. Tú o yo podemos quedarnos ciegos de un momento a otro. No debemos permitirlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bueno que escribiste, ya te extrañaba

 
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