No les gustó a los de la Ampolla.... así pues... se los dejo a ustedes.
Lorena Jordán
Yo voy a describírsela según mi imaginación: así de cachonda resultaría en el mundo donde decidí colocarla anoche, después de las cinco de la mañana en que terminé de leer “La voluntad y la fortuna”, espléndida novela de Carlos Fuentes.
Lorena es una mujer como de 30 a 32 años. De 1.70 m de estatura, hija menor de una rica comerciante agrícola tabasqueña, que otrora fuera la flor más bella de Paraíso, Tab., y un viajante médico regiomontano; enamorado de la madre de Lorena, cinco años menor que ella. Su hermana mayor se llama Asunta.
Lorena es, por tanto, una beldad trigueña, de largo cabello castaño, de un moreno bronceado y un centro de gravedad ubicado un palmo por debajo de su cintura de 61 cm. Ojos avellanados de un color café claro enmarcan un sensual rostro ovalado en cuya esquina inferior izquierda un lunar negro pequeño contrasta con su personalidad estrictamente profesional (licenciada en economía egresada del ITAM, con mención honorífica) en esa envoltura altamente erótica. Licenciada licenciosa. Sabrosa.
Al leer yo sobre esa inmensa traidora que es su hermana, sucumbí ante sus encantos, como Josué Nadal en la novela de Fuentes. Hoy mismo; casi veinticuatro horas después de terminarla, puedo imaginarla sonriendo mientras Ruvalcaba hace rodar la cabeza de Josué con un machetazo certero aplicado arteramente desde atrás.
Sin más detenimiento en su cara y su cuerpo; les relato mi versión de su peculiar adolescencia y de un episodio que seguramente les servirá como divertimento a los lectores del autor de Cantar de Ciegos.
Ya acusaba Lorena a sus dieciséis años un andar coqueto y grácil; aunque la diferencia de talla entre el torso y las piernas aún no conformaban al mujerón en el que convertiría: su belleza era a todas luces innegable.
Entre sus amigas figuraba una estudiante recién egresada de la secundaria, como ella, de nombre Gladys Cifuentes, hija de un profesor de la Autónoma de San Luis Potosí, donde vivían las Jordán. La materia que impartía el profesor le venía valiendo un comino a Lorena, a pesar de haberlo escuchado varias veces de la voz de su amiga, a los cinco minutos no podría repetirlo.
Cada vez que Lorena visitaba la casa de Gladys, pasaban largas horas de la tarde tomando nieve de limón en el salón, inmenso lugar donde una chimenea con accesorios vetustos y empolvados. En el cuarto contiguo el profesor repasaba la lección o calificando exámenes. Parecía un hombre viudo o soltero, pues nunca aparecía la sombra de ninguna mujer en su vida; excepto su adorada hija.
Orfebre de antiguos artes alquímicos o químico orgánico, generaba desde el calor de las retortas olores semejantes ora a azufre, a almizcle, hasta el básico sudor e inclusive al olor del semen. El profesor se escabullía en las tardes en que las muchachas veían la televisión (cabe mencionar que en dicha época en San Luis, la televisión sólo se veía desde las 2 hasta las 8 de la tarde únicamente).
El químico quería hacer oro, según una fórmula encontrada en un libro sobre alquimia que –según decía- provenía del connotado Philippus Theophrastus Aureolus Bombastus von Hohenheim, también llamado Paracelso. La interpretación del texto era una versión libre del alemán hablado en Bohemia, traducido por el mismo profesor.
Para concertar el resultado de la receta, se requería sangre de tipo B negativo para trocar los iones ferrosos de la sangre en oro, transmutando metales pesados en una mezcla infernal, revolviendo su contenido frenéticamente a una temperatura a la cual un tortillero se sentiría acalorado.
Mató a Gladys accidentalmente, al sacarle sangre. No sabía que ella tenía la enfermedad de los príncipes, la hemofilia, que es un trastorno hereditario poco común en el cual la sangre no coagula normalmente; a la primera punción que le aplicó el profesor a su hija, habiéndola drogado profusamente, sobrevino la hemorragia. Las sábanas de la muchacha quedaron nadando en sangre.
Por el oro, mató a lo que más quería. Hombre que siempre trabajó demasiado para una vida llena de penurias, a pesar de estar dotado de una inteligencia más allá de lo común. Siendo de niño muy relevante para formar su carácter, haber observado la anatomía interna del cerdo durante su matanza y posterior consumo. El matarife del cerdo había adivinado intuitivamente el ventrículo izquierdo del corazón de la bestia donde atacaría con el puñal de sacrificio. Le adivinó incluso el tiempo en que el animal moriría. No falló en nada.
Cabe mencionar que la técnica también contaba en lo que a matar se trataba. La niña no sufrió.
Soñaba cuán difícil sería matar a una persona al encontrarse con la caja torácica. En sus sueños utilizaba un estilete mejor que un cuchillo de hoja ancha, a fin de penetrar fácilmente los espacios intercostales, tal y como lo había mostrado el matarife al matar al cerdo.
Lorena testimonió el hecho; más nunca lo denunció porque secretamente quería al profesor. Le llevaría después cigarros al Centro de Readaptación Social de Tabasco (Creset), aunque Lorena viajaría con su hermana Asunta a la Ciudad de México, cuando ésta fuera rescatada por Max Monroy.
Nunca más vería al profesor.
miércoles, 11 de febrero de 2009
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